SIMÓN RODRÍGUEZ, |
1794
Reflexiones sobre los defectos que vician la Escuela de
Primeras Letras de Caracas y medios de lograr su reforma por un nuevo
establecimiento
ESTADO ACTUAL DE LA ESCUELA
DEMOSTRADO EN SEIS REPAROS
REPARO
PRIMERO NO TIENE LA ESTIMACIÓN QUE MERECE
Basta observar la
limitación a que está reducida y la escasez con que se sostiene para conocerlo.
Todos generalmente la necesitan porque sin tomar en ella las primeras luces es
el hombre ciego para los demás conocimientos. Sus objetos son los más
laudables, los más interesantes: disponer el ánimo de los niños para recibir
las mejores impresiones, y hacerlos capaces de todas las empresas. Para las
ciencias, para las Artes, para el Comercio, para todas las ocupaciones de la
vida es indispensable. Con todo ¡en qué olvido se ve sepultada respecto de
otras cosas que sucesivamente se adelantan y mejoran: cuántos hombres juzgan
más decoroso que ella el empleo más privado y menos útil: cuántos tienen este
ministerio por anexo a la vejez, y a la baja suerte; y cuántos se desdeñan de
aplicarse a fomentarlo y elevarlo!
SEGUNDO
POCOS CONOCEN SU
UTILIDAD
Cuando una cosa
buena se desprecia, es por uno de dos motivos: o por temeridad, o por
ignorancia. Por lo primero, no puede ser contrayéndonos al presente asunto;
pues parece imposible que haya hombres de este carácter. De lo segundo resulta,
sin duda, esta fatal consecuencia y lo entiendo así:
Como la necesidad
ha obligado a tantos a suplir la falta de Escuela formal con el auxilio de un
particular en estudio privado ha resultado con el tiempo otra diferencia en el
gusto cuanta hubo en el capricho de los que enseñaron. Cada uno refiere y sostiene
las reglas, los preceptos, las distinciones, que recibió en sus principios:
está satisfecho de que fue aquél el mejor método: tiene por falta el no verlo
observado; critica la novedad y raros son los que conocen su defecto.
De este crecido
número de hombres, es menester confesar, que respectivamente son muy pocos los
que han procurado después desimpresionarse, corrigiendo con nuevo y cuidado
estudio los abusos que seguían. Lo primero porque son raros los que después de
una edad madura se hallan libres de alguna carga del estado para dedicarse a
él. Lo segundo porque se necesita gusto natural para emprenderlo y éste no lo
sacan todos. El que no lo tiene, ve con indiferencia el asunto; y como
encuentra a cada paso tantos ejemplares idénticos de su mala letra y que se
gobierna con ella: tantos que ignoran la Aritmética y se valen de ajena
dirección en sus intereses; juzga desde luego que la Escuela de primeras
Letras, a quien pertenece la enseñanza perfecta de estas cosas, es de poca
utilidad, respecto a que sin haberla cursado lo desempeña, a su parecer, bien.
Esta opinión ha
llegado a ser casi general en otro tiempo; y aún en el presente se tiene el
estudio de la Caligrafía y Aritmética por necesario a sólo los dependientes.
Hay quien sea de
parecer que los artesanos, los labradores y la gente común, tienen bastante con
saber firmar; y que aunque esto ignoren,
no es defecto notable: que los que han de emprender la carrera de las letras,
no necesitan de la Aritmética, y les es suficiente saber formar los caracteres
de cualquier modo para hacerse entender, porque no han de buscar la vida por la
pluma: que todo lo que aprenden los niños en las escuelas, lo olvidan luego:
que pierden la buena forma de letra que tomaron: que mejor aprenden estas cosas cuando tienen
más edad y juicio, etc., de modo que en su concepto, era menester dar al
desprecio todo lo que hay escrito sobre el asunto, considerando a sus autores
preocupados de falsas ideas; suprimir las Escuelas por inútiles y dejar los niños
en la ociosidad.
Los artesanos y
labradores es una clase de hombres que debe ser tan atendida como lo son sus
ocupaciones. El interés que tiene en ello el Estado es bien conocido; y por lo
mismo excusa de pruebas.
Todo está sujeto
a reglas. Cada día se dan obras a la prensa por hombres hábiles sobre los
descubrimientos que sucesivamente se hacen en la Agricultura y Artes, y éstos
circulan en todo el Reino para inteligencia de los que las profesan. Si los que
han de estudiar en esto para mejorarlo ignoran los indispensables principios de
leer, escribir y contar, jamás harán uso de ellas: estarán siempre en tinieblas
en medio de las luces que debían alumbrarlos; no adelantarán un solo paso; y se
quejará el Público de verse mal servido pero sin razón.
Las artes
mecánicas están en esta ciudad y aun en toda la Provincia, como vinculadas en
los pardos y morenos. Ellos no tienen quien los instruya; a la escuela de
los niños blancos no pueden concurrir:
la pobreza los hace aplicar desde sus tiernos años al trabajo y en él adquieren
práctica, pero no técnica: faltándoles ésta, proceden en todo al tiento; unos
se hacen maestros de otros, y todos no han sido ni aun discípulos; exceptúo de
esto algunos que por suma aplicación han logrado instruirse a fuerza de una
penosa tarea.
¿Qué progreso han
de hacer estos hombres, qué emulación han de tener para adelantarse, si
advierten el total olvido en que se tiene su instrucción? Yo no creo que sean
menos acreedores a ella que los niños blancos. Lo primero porque no están
privados de la Sociedad. Y lo segundo porque no habiendo en la Iglesia
distinción de calidades para la observancia de la Religión tampoco debe haberla
en enseñarla. Si aquéllos han de contribuir al bien de la Patria ocupando los
empleos políticos y militares, desempeñando el ministerio eclesiástico, etc.,
éstos han de servirla con sus oficios no menos importantes; y por lo mismo
deben ser igualmente atendidos en la primera instrucción. Mejor vistos estarían
y menos quejas habría de su conducta si se cuidase de educarlos a una con los
blancos aunque separadamente.
El asegurar que
todo el trabajo que hacen los niños en la Escuela de primeras Letras es perdido
después con el curso de las clases mayores, y que los que han de ser literatos
deben escribir mal y no saber contar, es igual error al antecedente.
Es del cargo del
maestro de la primera Escuela enseñar no sólo la formación de los caracteres
sino su valor y propiedad: el modo de usarlos y colocarlos según las reglas de
perfecta ortografía: el dar una clara inteligencia de los principios de
Arimética; el instruir en las reglas generales y particulares de trato civil:
sobre todo el fundamentar a sus discípulos en la Religión.
Apuren
enhorabuena los unos toscamente las letras, y entiendan regularmente un libro
para seguir las ciencias; esperen los otros mejor edad para aplicarse, y
respóndanme los primeros si es cierto que en las clases de latinidad gastan
todo el tiempo que habían de haber gastado en la de Primeras Letras, aprendiendo
la doctrina cristiana, a leer y escribir, en las de Filosofía aprendiendo a
formar el guarismo y a conocer los números; y en todas a fuerza de reprensiones
y bochornos los preceptos de urbanidad; y si es para esto necesario que los
catedráticos quieran tomarse por puro celo un trabajo que no les pertenece.
Díganme los segundos si es verdad que cuando en la juventud vuelven sobre sí, y
conocen su ineptitud reparando al mismo tiempo en los niños más tiernos la
instrucción que a ellos les faltara, procuran ocultar su defecto: si se les
hace insuperable el estorbo que la vergüenza les opone: si ceden muchos a su
fuerza, y permiten más bien quedarse en la ignorancia que vencerla. Yo tengo de
esto muy buenas pruebas.
No es propiedad de
lo que se aprende en la Escuela el olvidarse: lo será de lo que se aprende mal;
así como se desploma y arruina luego el edificio mal cimentado. Dígase que fue
superficial la enseñanza y no que fue inútil.
TERCERO
TODOS SE CONSIDERAN CAPACES DE DESEMPEÑARLA
El ignorar los
principios elementales de una cosa, cuando se trata de sus medios o fines, es
vergonzoso; y así no se Inventamos o erramos / 9 podría sin agravio preguntar a
un Teólogo, a un Jurista si entendía el idioma latino, a un matemático si sabía
la Aritmética. Esto mismo puntualmente sucede con casi todos los hombres
respecto a leer y escribir. Con dificultades se encontrará uno que diga que no
es capaz de enseñar las primeras Letras; por el contrario pocos confesarán
abiertamente habilidad para el desempeño de una cátedra de Elocuencia,
Filosofía, etc. Prueba bien clara de que el estudio de estas facultades
pertenece a pocos, y que el conocimiento completamente instruidos si no
satisfechos de que lo están por la grande facilidad que encuentran en enseñar
una cosa que juzgan de poco momento.
Para que un niño
aprenda a leer y escribir, se le manda casa de cualquier vecino, sin más examen
que el saber que quiere enseñarlo porque la habilidad se supone; y gozan de
gran satisfacción las madres cuando ven que viste hábitos el Maestro porque en
su concepto es este traje el símbolo de la Sabiduría. Ah! De qué modo tan
distinto pensarían si examinaran cuál es la obligación de un Maestro de
Primeras Letras, y el cuidado y delicadeza que deben observarse en dar al
hombre las primeras ideas de una cosa.
CUARTO
LE TOCA EL PEOR TIEMPO Y EL MÁS BREVE
Así como es propio
carácter de la infancia y puericia el ser inocente, lo es también el ser
delicada, y penosa, tanto por su debilidad, cuanto por el desconcierto de sus
acciones. Es verdad que para tolerar éstas, es poderoso aliciente el de
aquélla; pero no podrá negarse que sin una continua reflexión sobre los
derechos que se la deben, con dificultad habría quien se encargase de su
dirección.
Es necesario
estrechar en los límites de la prudencia todos sus deseos al paso que se les
permita obrar con libertad. Para discutir y proceder así es menester no ser
ignorante o no querer parecerlo consintiendo sin estorbo alguno todos los
gustos que inventa la razón informe de los niños.
En esto se funda mi
reparo. Le toca al Maestro de Primeras Letras la peor parte de la vida del
hombre; no por su travesura, por su complexión, ni por su distracción, sino por
la demasiada contemplación e indulgencia que goza en esta edad. Si ésta se
dispensase racionalmente por los padres como es debido, nada habría que decir;
pero sucede al contrario regularmente: (hablo en esto y en todo con la
excepción que debo). Es preciso que el Maestro al tiempo que trata de rectificar
el ánimo y las acciones de un niño; y de ilustrarle el entendimiento con
conocimientos útiles, trate también de consultarle el antojo sobre las
diversiones, juegos y paseos que apetece, si no quiere hacerse un tirano a los
ojos de sus padres.
De esta extraña
doctrina resulta que cuando debía terminar la enseñanza aún no ha comenzado:
que pierde el discípulo el tiempo más precioso en la ociosidad: y que al cabo
sale el Maestro con la culpa que otro ha cometido.
Ojalá fuera éste
solo el cargo que se le hiciera, que con desentenderse estaba vencido; lo más
penoso está en satisfacer a los que se le forman en el discurso de la enseñanza
sobre el aprovechamiento. Se le reconviene a cada paso con la edad del
discípulo, con su grande talento, aunque no lo tenga, con los designios que se
han propuesto en su carrera, con las proporciones que malogra, etc., porque
cosa chocante al parecer de muchos padres ver sus hijos en la Escuela de
Primeras Letras cuando cuentan ya once o doce años de edad, aunque los hayan
tenido en sus casas hasta los diez, llevados de la idea común de gobernarse por
la estatura, y no por la habilidad, para pasarlos a las clases de Latinidad
como si fuesen a cargar la gramática en peso. Cansado el maestro de este modo
usa de las abreviaturas que puede para eximirse de una molestia tan continuada.
Sale el discípulo, entra en su deseada clase; y aunque consuma en ella doble
tiempo del necesario no es reparable: pocas y muy ajustadas son entonces las
instancias y quedan plenamente satisfechos con la más leve respuesta del
preceptor. ¿No quiere decir esto que a la Escuela de Primeras Letras le toca el
peor tiempo y el más breve?
QUINTO
CUALQUIERA COSA ES SUFICIENTE Y A PROPÓSITO PARA ELLA
La desgraciada
suerte que ha corrido la escuela en tantos años, la ha constituido en la dura
necesidad de conformarse con lo que han querido darla. Olvidado su mérito ha
sufrido el mayor abandono con notorio agravio; y aun en el día siente, en mucha
parte, lastimosos efectos de su desgracia.
Basta para
conocerlo fijar un poco la atención en las peluquerías y barberías que sirven
de Escuela; y sin detenerse en examinar su método, ni la habilidad de sus
maestros, pásese a averiguar con qué autoridad se han establecido, quiénes son
sus discípulos y qué progresos hacen. Y se verá que ha sido costumbre antigua
retirarse los artesanos de sus oficios en la vejez con honores de Maestros de
Primeras Letras, y con el respeto que infunden las canas y tal cual
inteligencia del Catecismo, han merecido la confianza de muchos padres para la
educación de sus hijos: que muchos aún en actual ejercicio forman sus Escuelas
públicas de leer y peinar, o de escribir y afeitar, con franca entrada a
cuantos llegan sin distinción de calidades, y nunca se ve salir de ellas uno
que las acredite.
Cualquiera libro,
cualquier pluma, tintero o papel que un niño lleve, está demasiado bueno para
el efecto: porque teniendo qué leer y con qué escribir es accidente que salga
de un modo o de otro, debiéndose enmendar después con el ejercicio. Propia
máxima de estas fingidas escuelas. Nada perjudicaría si se quedase en ellas;
pero la lástima es que se trasciende a las verdades, y hace dificultoso su
curso. Cuando un hombre que se gobernó por ella tiene a la Escuela un hijo, y
se le piden libros señalados, papel o pluma de tal calidad: le coge tan de
nuevo que se ríe, y llama al maestro minucioso y material: por lo que se ve
éste obligado muchas veces a enseñar a unos por el Flos Sanctorum y a otros por
el Guía de Forasteros. No se hacen cargo que son indispensables principios para
leer con propiedad el conocimiento de los caracteres, la buena articulación y
la inteligencia de las notas, y que no puede un maestro enseñarlo, sin tener en
la mano ejemplares propios de cada cosa; que para instruir en el método y
reglas de formar las letras, necesita igualmente de materiales acondicionados,
que al paso que faciliten al discípulo la ejecución, le hagan conocer las
circunstancias que constituyen su bondad para que los distinga.
Se entiende regularmente que los libros de
meditaciones, o discursos espirituales, son los que necesita un niño en la
Escuela, y sin otro examen se procede a ponerlos en sus manos. Santos fines sin
duda se proponen en esto: pero no es éste sólo el asunto que se trata en el
mundo. Es necesario saber leer en todos sentidos y dar a cada expresión su
propio valor. Un niño que aprende a leer sólo en diálogo no sabrá más que
preguntar o referir si sólo usa de un sentido historial. Lo mismo digo del
escribir y de todo lo demás que toca a la enseñanza. El vicio o limitación que
toma en su principio, con dificultad se enmienda y siempre es conocido el
reparo.
SEXTO
SE BURLAN DE SU FORMALIDAD Y DE SUS REGLAS, Y SU PRECEPTOR
ES POCO ATENDIDO
Como esto de hacer
maestro de niños a cualquiera ha sido libre facultad de cada padre de familia
respecto de sus hijos, no ha sido menos libre la acción que se han reservado
para disponer de la escuela a su arbitrio como fundadores. Permítaseme una
pintura de este gobierno. Admite un pobre artesano en su tienda los hijos de
una vecina para enseñarlos a leer: ponerlos a su lado mientras trabaja a dar
voces en una Cartilla, óyelos todo el vecindario; alaban su paciencia; hacen
juicio de su buena conducta; ocurren a hablarle para otros: los recibe; y a
poco tiempo se ve cercado de cuarenta o cincuenta discípulos. Cada padre le
intima las órdenes que quiere para el gobierno de su hijo y éste ha de
observarlas puntualmente. A su entrada lleva su asiento del tamaño que le parece:
puesto en él y una tablilla sobre las piernas forma su plana por un renglón de
muestra; a la hora que llega es bien recibido; y al fin, antes de retirarse
cantan todos el Ripalda en un tono y sentido violento mientras el maestro
entiende en sus quehaceres. El viernes es día ocupado. Éste es el destinado
para despachar los vales a proporción de la contribución que cada uno hace,
según sus haberes, que regularmente se reduce a una vela, a un huevo, a un
medio real o a un cuartillo de los que corren en las pulperías. Castígase un
niño, y no le agradó a su madre, o sobrevino algún otro disgusto de resultas de
la enseñanza, ya es suficiente motivo para llenar de pesares al maestro, mandar
por el asiento y ponerlo al cargo de otro que hace el mismo papel en otra
cuadra. Sucede lo mismo con éste, y con otros, y después de haber andado el
muchacho de tienda en tienda con su tablilla terciada, adquiriendo resabios y
perdiendo el tiempo, entra a estudiar Latinidad porque ya tiene edad, o toma
otro destino.
Parece
imposible que un método tan bárbaro, un proceder tan irregular se haya hecho
regla para gobernar en un asunto tan delicado; pero la costumbre puede mucho.
No será imposible oponerse a ella; mas no se logrará el triunfo sin trabajo.
¿Quién cree ahora que la Escuela de Primeras Letras debe regirse por tales
constituciones, por tales preceptos? ¿Que sus discípulos han de respetarlos y
cumplirlos exactamente, o ser expedidos? ¿Que su maestro goza de los fueros de
tal y debe ser atendido? Si hemos de decir verdad, no será muy crecido el
número de los que así piensan y bastará para prueba considerar lo vasto del
vulgo y sus ideas. Una escuela que no se diferencia de las demás, sino en el
asunto: un Preceptor que tiene el mismo honor que los otros en servir al
público, es el juguete de los muchachos en el día: tanto importa que se les
fije una hora para asistir a ella, como que se les admita a la que lleguen,
tanto el que se les prescriba tal método como el que se use de ninguno, tanto
el que se les haga entender el orden de sus obligaciones, como el que se les
deje en libertad para portarse bien o mal: en una palabra, el maestro que deba
ser considerado de los discípulos, es el que los considera porque el tiempo y
la costumbre así lo exigen. Dura necesidad, por cierto. No se ve esto sino en
la escuela de Primeras Letras a pesar de la razón. Los principales obligados a
la educación e instrucción de los hijos son los padres.
No pueden echar
su carga a hombros ajenos sino suplicando, y deben ver al que la recibe y les
ayuda con mucha atención y llenos de agradecimiento. El establecimiento de las
escuelas de primeras Letras no ha tenido, ni tiene otro fin, que el de suplir
sus faltas en esa parte, ya sea por ignorancia, ya sea porque no se lo permitan
sus ocupaciones. Para esto las ponen los Señores Jueces al cargo de sujetos que
pueden desempeñarlas con el acierto que corresponde. El que no las necesita
porque puede hacerlo sí está bien libre de que le apremien; pero el que las
necesita debe conformarse en todo con sus preceptos, con su método, con sus
constituciones. Lo primero porque tienen aprobación, y lo segundo porque
reciben en ello beneficio.
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